04 julio 2016

Analfanautas.

Cada vez estamos más conectados con más gente de todo el mundo y, al mismo tiempo, más solos.
Internet es una maldición y una bendición: creemos que nos acerca a los demás cuando, en realidad, nos aísla.

Con tanta información que nos atonta y merma nuestra capacidad de raciocinio nos volvemos binarios y malgastamos las horas haciendo click, dando a me gusta, regalando RTs.  Y no me malinterpretéis: yo soy una adicta más. Me fascina lo rápido que se puede viajar cuando no se tiene dinero tan sólo escribiendo "Central Park" en el buscador google imágenes. Aprendo cosas cada día, actualizo mis conocimientos, me entero de todo. Sigo a periódicos digitales en Twitter, a las páginas de facebook de mis series estrella y a varios profesionales de diversos sectores de la actualidad que se ocupan de no hacerme parecer estúpida en los debates con amigos. Uso internet para mantener el contacto con amigos lejanos, al menos esa es la excusa oficial. Discuto por Twitter, me quejo y me indigno en 140 caracteres como los demás.
Pero cada vez estamos más solos, somos más intransigentes y nos cuesta más conectar de verdad, cara a cara, allí donde no tenemos botón de bloquear ni de mutear ni podemos cancelar compatibilidad cuando alguien nos cae mal. Tampoco podemos demostrar que estamos escuchando a la otra persona con un simple like, ni la vida dispone de notificaciones sonoras o vibración cuando nos estamos perdiendo un evento importante.
La vida está ahí, nos rodea, nos entibia la piel mientras nosotros nos hacemos selfies de espaldas al atardecer. Nos intenta llamar a voces mientras nuestro cuerpo nos avisa de que algo no funciona; a veces nos duele la cabeza, se nos enrojecen los ojos, nos volvemos un poco más taciturnos. Dejamos de ver. Miramos las cosas pero no las vemos a menos que sea a través de una pantalla.  Ya no sabemos disfrutar del sabor de la comida si no la compartimos por Instagram. El animal social deja de serlo.
Quedamos con alguien especial y sacamos el móvil cada tres minutos. Las conversaciones ya no importan, las miradas ya no cuentan, las sonrisas ya no valen nada si no forman parte de una perfecta pose. Ya nadie es especial. Ya no escuchamos voces, sino tweets.

Yo cada vez me siento más extraña en este círculo vicioso del que cuesta mucho salir. Y ahí estoy, enmedio de los pitidos del whatsapp, del "hablamos por skype", de los super likes o los bloquear de Tinder.  De esa mecánica en la que lo primero que miro cada mañana sea mi teléfono móvil (y lo último antes de acostarme), de los mails que me avisan de que tengo nuevos comentarios en el blog, de las aplicaciones que se supone que me hacen la vida más sencilla.
Echando de menos, sin embargo, el roce de una piel, las cosquillas en el estómago, las sonrisas cómplices. El detener el ritmo frenético de esta sociedad que nos impulsa a no vivir durante unos minutos y contemplar de verdad lo bonito que me rodea. Extrañando las voces de la gente que quiero y que veo poco, su olor. Añorando aquellos grandes momentos que se han grabado a fuego en mi memoria en los que, curiosamente, no había un whatsapp de por medio.
Preguntándome si todo esto de la Era de la Comunicación evolucionará más y más hasta hacerse imparable o si algún día volveremos a comunicarnos de nuevo.

Que lo mismo sueno muy anticuada para tener 35 años, pero creo que mi corazón es arcaico y no acepta la última versión del FlashPlayer.