23 marzo 2020

Es la gente.

Nunca, ni en el más remoto de entre un millón de posibles futuros de los que veía el Dr Strange, hubiese imaginado que en marzo de 2020 mi vida - nuestra vida - iba a dar este giro dramático. 
Soy una afortunada por haber nacido cuando y donde he nacido, pero ni siquiera desde ese privilegio he podido escapar de la pandemia y aquí estoy, confinada en casa desde hace 12 días. Con mi familia y mi gato, eso sí. Pero los días van pasando y mi estado de ánimo ha ido fluctuando ya por cada una de las fases del duelo: negación, ira, atracón, depresión y aceptación.

Yo este año iba a hacer las cosas bien. He empezado a ir a terapia, he vuelto a estudiar, he tratado de cuidarme un poco más y de centrarme en lo verdaderamente importante, iba a viajar con mi madre y mis amigas para celebrar mi cumpleaños... y boom. Un zasca de realidad ha venido para recordarme que nada, absolutamente nada, es seguro. Que vivimos un tiempo prestado. Que nada es tan importante y que TODO importa. 

Y con el virus llegó la gente. Alguna gente irresponsable e inmadura que se toma a broma algo tan serio porque quizá aún no le afecta directamente, o ciertas personas que nos intentan manipular por la tele y que, por desgracia, a veces lo consiguen. 
Pero sobre todo lo que más he visto en las últimas semanas es gente que empieza a pensar en otra gente. Que se saluda de balcón a balcón.  Que se toma cafés virtuales con sus amigas por skype. Que escribe notitas ofreciendo ayuda para lo que sea en los portales, en los ascensores. Que se curra una tabla de zumba para sus vecinos de terraza en terraza. Que se desvive hasta la desesperación en los hospitales. Que llora a lágrima viva por no poder cogerle la mano a sus seres queridos. Que escribe whatsapps sencillos que significan algo complejo ("los ¿cómo estás? son los nuevos te quiero").  Que aplaude cada día, a las ocho. Que cose mascarillas en el salón de su casa. Que perdona el mes de alquiler de sus inquilinos porque sabe que se han quedado en paro. Que imprime equipos sanitarios con su impresora 3D. Que sonríe y que nos saca una sonrisa con sus memes y tonterías de twitter. Que canta resistiré. Que se queda en casa sola, porque sabe que así es como más puede ayudar. Que está triste y asustada pero que siempre está dispuesta a echar una mano. Que da clases gratis por internet para ayudar a los niños que se han quedado sin cole. Que trabaja poniendo en peligro su vida porque sabe que su esfuerzo es necesario. Que canta con la guitarra por su ventana para animar a su bloque. Que intenta que sus seres queridos estén distraídos y que los pequeños no sepan (todavía) que quizá algo se haya roto en nuestra sociedad para siempre. Que sufre las consecuencias de un gobierno que no ha sabido estar a la altura, pero que aún así aporta su granito de arena en medio del desastre.  

Imagino que alguna de esa gente en unos meses bloqueará parte de su memoria para poder seguir adelante, y olvidará todo este espanto que hoy llena hospitales, centros de salud y morgues.  No les juzgo; cada cual encuentra su propia forma de resiliciencia, pero creo que yo no me olvidaré jamás de este marzo negro aunque mi vida continúe y vuelva a mi rutina cotidiana.

Y tampoco olvidaré nunca, porque creo que es la enseñanza más importante que podemos sacar de todo esto, que lo único que nos puede salvar del horror más absoluto no es una vacuna. Es la gente.