21 febrero 2007

Saudara Saudari

Mi memoria alcanza a recordar hasta la primavera en la que comencé mi segundo curso en la academia particular de inglés. Tenía diez años, y cada tarde paseaba mi mochila de colores y mis trenzas rebeldes hasta aquella ventana desde donde podía verle explicando algún tiempo enrevesado a los alumnos aventajados. Le saludaba con la mano, y usted siempre me respondía con una burla traviesa y cómplice que todavía hoy me hace cosquillas en el alma.
Yo solía llegar siempre antes de tiempo, (como siempre) media hora o así antes de que comenzase la lección del día, así que me iba a hacer tiempo a la zona de despachos.

Ya conocía su academia como la palma de mi mano, y me encantaba sentirme la dueña de todo cuando me adentraba en su despacho a esperarle. Me sentaba en su silla, confiada, y sacaba mi libreta de escribir historias de la mochila. Cogía ese lápiz que usted siempre me dejaba preparado en su lapicero, con la punta necesariamente afilada, y escribía. Dibujaba. Observaba, curiosa, a los demás niños y niñas que iban llegando y que se sentaban fuera, en las escaleras. Era algo que me llenaba de orgullo y me hacía sentirme especial, puesto que a nadie más se le permitía ocupar el despacho mientras usted no estuviese presente. O bueno... a nadie más se le había ocurrido... pero yo prefería pensar lo primero.
Después entraba en clase con mis compañeros, y usted siempre nos saludaba con su canción en japonés, esa frase tan extraña que siempre nos hacía reir. Saudara Saudari, o algo así. Y todos contestábamos con una fiesta y un resplandor especial en la mirada, encandilados.

No recuerdo ni una sola clase en la que no nos contase una historia. Creo que usted es la persona más sabia, con más experiencia en la vida y con más ganas de aprender que conozco, y se notaba. Nos hablaba de su juventud en Manila, de cómo conoció a su mujer, de San Francisco, del Amazonas, de Madrid, de Italia, de Pio Baroja, de Rubén Darío, de Mozart, de Budapest y de Drácula, de los Diez Negritos de la Christie. Nos empapaba los sentidos con todo aquello que corría por sus venas, y cuando estábamos ya en pleno éxtasis de ideas empezaba entonces a explicarnos los verbos intransitivos y los pronombres ingleses. Jamás nada ni nadie consiguió distraernos en sus explicaciones, y si hoy puedo presumir de haber aprendido gramática inglesa es gracias a usted. Pero no sólo gramática inglesa, Carlos. Con usted crecí escuchando poesía, debatiendo recuerdos y mezclando melodías. Pasé ocho años compartiendo mis tardes con su academia, y con la excusa de mejorar mi nivel de idiomas mejoraba también mi nivel humano.

Siempre solía decirme que yo era la chica más alegre que había conocido en su larga vida, y nunca me lo creí. Ha vivido en tantos países, cenado con tantas personas, respirado tantas brisas diferentes que es difícil creerse especial en su amplia experiencia. Pero puedo asegurarle que si alguna vez tuve un día malo, la sensación de agobio o malestar desaparecía tan sólo con escuchar una de sus frases dulces, de sus moralinas de padre que consiente. Con usted pude hablar de cualquier cosa, y confié siempre en su mirada serena y en sus silencios sabios. Por eso quizá siempre me viese tan sonriente y radiante cuando me sentaba en la primera fila de la clase...

Sabía que estaba enfermo, pero nunca imaginé hasta qué punto. Es como si yo le imaginase invencible, como los caballeros del medievo que luchan contra dragones. Usted sobrevivió en la selva, vivió una guerra, se salvó de un terremoto mortal en San Francisco... Y murió el año pasado, dos días después de su última clase.
Todavía recuerdo el shock que sentí cuando me dieron la noticia por teléfono. Usted encajaba en mi infancia, en mi juventud. Era ya una de esas piezas que forman mi mundo cotidiano, porque durante muchos años ha estado siempre en su sitio, en mi academia del alma.

Me pidieron que le sustituyese unos días dándoles clase a los niños pequeños que se habían quedado sin profesor, al menos hasta que encontrasen un sustituto. Y no pude negarme, aunque me sentía ridícula. Un payaso ocupando el lugar de un maestro.
Pero eso sí... cuando los chiquillos entraron en clase, asustados, con la cabeza gacha y preguntándose cuándo volvería su profe Carlos, traté de sacar fuerzas de lo más hondo de mi ser y sonreir de una forma lo menos forzada posible. Les miré mientras se sentaban, en silencio, y murmuré: "Saudara Saudari..."
Todavía me late el corazón muy fuerte cuando recuerdo cómo me miraron con sorpresa y esperanza, y le prometo que me sentí orgullosa de usted al identificarme con sus sonrisas inocentes.

Gracias por todo, Carlos. Y no sé si existe el cielo, (nunca fui muy creyente) pero apostaría a que si hay ángeles y demonios usted los tiene a todos encandilados con sus historias sobre el Amazonas. Cuénteles aquella vez que se le enroscó una pitón al cuello, cuénteles...

6 comentarios:

  1. :***********************

    recuerdo esto...

    uf

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  2. Entran ganas de ser profesor nada más que para tener la posibilidad de que alguien te escriba eso.

    J.

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  3. Muy bonito y muy tierno, rizosa. Este texto creo que no voy a tener huevos de parodiártelo.

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  4. Jolines niña,,, q precioso gesto,,, en serio. Digno de una grandísima persona seguro. Sólo con leerlo se nota. En mi vida he experimentado algo parecido, y no es nada agradable. Pero bueno, así es la vida. Es curioso como se pueden llegar a considerar inmortales a algunas personas,,, pero es cierto. Es muy curioso. Estoy completamente seguro q esté donde esté ahora mismo Carlos, está super orgulloso de que tu seas como eres, porque seguramente parte de tu carácter o tu forma de ser se la debas a él. Tiene q estar orgullosísimo. Al menos yo lo estaría.
    Precioso gesto xica.

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  5. That's a beautiful tribute. Great teachers do touch us for the rest of our lives.

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