29 septiembre 2009

Dependiente.

Sé que pocas veces hablo tan directamente sobre mí en mi blog, pero hoy haré una excepción: soy una adicta.

Las adicciones son algo así como un diablillo travieso que se empeña en volvernos débiles, en mermar nuestro uso de razón y volvernos un poquito más animales desquiciados.
La mía ha vencido a mi yo-razonable y sé que ya no sería capaz de dejarlo aunque quisiese; es demasiado tarde.

Empecé hace años, casi como un juego. Mis amigos lo hacían y yo fui una tonta influenciable que se dejó llevar. Era muy cool por entonces, estaba poco visto en mi barrio y cuando somos adolescentes nos encanta llamar la atención, supongo. Así que me dejé arrastrar hacia ese mundo nuevo donde se conoce mucha gente, se va a fiestas distintas, se baila con muchos chicos guapos... y me enganchó.
Al principio sólo los fines de semana, y me obligaba a mí misma a centrarme en los estudios de lunes a viernes. Pero poco a poco, cuando entré en la universidad y los findes comenzaban los jueves, la cosa se volvió algo más seria y cada vez me costaba más mantenerme firme. Me gustaba, no puedo negarlo. Esa sensación de... libertad, de euforia... el sentirme más atractiva y mucho más ágil era lo mejor de todo. Me sentía la reina del mundo por unas horas, aunque al día siguiente el mono más terrible me hiciese no poder pensar en otra cosa, y mi cuerpo se resintiese.
Pero ya era una pobre adicta. Ya lo necesitaba y buscaba como una loca por la ciudad, y acabé encontrando un grupo que salía cada miércoles y viernes y que buscaba lo mismo que yo. Con ellos conocí cada rincón de la ciudad, y amanecí más de una vez en brazos desconocidos.
Hasta que me mudé a Barcelona y, a pesar de intentarlo, (ciudad nueva, vida nueva) no fui capaz de mantenerme alejada del mundillo ni siquiera en tierras catalanas. Como era de esperar, además, en aquella maldita ciudad me resultó más fácil incluso: cualquier cosa que busques, cualquier oportunidad se eleva al cuadrado en las grandes ciudades.

Hasta hoy. Sigo enganchada y después de tantos años incluso mi cuerpo está cambiado, sobre todo ahora que he pasado por una mala racha y me he abandonado bastante. Ya noto los primeros y más evidentes síntomas, y ¿sabéis qué? Estoy encantada.
Porque me gusta, y estoy segura de que no podría -ni querría- dejarlo por nada del mundo.
Porque me alegra la vida y, sobre todo, es bueno para mí.


Esa es la gran diferencia entre bailar salsa y las drogas, supongo.

28 septiembre 2009

Ángel Sin Amor.

Ya desde pequeño supo que algo no andaba bien. Cuando tenía diez años, sus amigos del colegio empezaron a hablar de chicas: que si había una rubia en clase que era muy guapa, que si alguien había levantado no sé qué faldas en el recreo, que si Juanito ya tenía tres novias...
A él el mundo femenino no le atraía en absoluto. Prefería dedicarle todo su tiempo y atención a los libros, al fútbol con los colegas, a perseguir gatos por el barrio.
Con quince años su madre empezó a hacerle preguntas. Ángel no sabía si la preocupación de sus padres provenía de él mismo o del qué dirán los vecinos, y así trataba de responderles con la mayor delicadeza posible.- No, mamá, no me gustan los chicos. Tampoco he tenido nunca una novia, las chicas son aburridas y no me interesan. -Jajaj, ¡no, papá! ¡No quiero ser cura!

A los dieciocho empezó a preocuparse él también. No estaba dispuesto a ser un bicho raro, y además todo eso que se veía en las películas y que cantaba Alejandro Sanz debía merecer la pena: esa fuerza que te lleva al cielo y te vuelve gilipollas... bah, no estaría de más probarlo aunque fuese una vez, ¿no?
Así que le pidió una cita a Rosa, la chica más guapa de la facultad. Ella aceptó y esa misma tarde fueron al cine y a cenar. Ella era encantadora y sexy; sonreía de una forma tremendamente sensual y además parecía estar interesada en Ángel.
La besó al llegar al portal del bloque de ella, siguiendo un impulso. Algo le hizo temblar, una especie de escalofrío le recorrió la columna y erizó todos los vellos de su cuerpo... Y cuando se separaron y ella se fue, prometiéndole otras citas... de nuevo la nada. Vacío.

Después de cinco tardes más con Rosa, descubrió algo que le heló la sangre: no estaba enamorado, tan sólo seguía sus instintos más primitivos. Esa chica no le importaba en absoluto, es más, ahora que había descubierto su sexualidad estaba ansioso por probarla con cualquier chica que se le cruzaba por los pasillos de la universidad: Laura, Estrella, Marta.
Se las arregló para ser encantador ante sus ojos y así poder conocerlas antes de que terminase el curso, y por unas semanas creyó haber encontrado algo. Por fin sentía lo que se suponía que tenía que sentir, ¿no?

Una tarde su mejor amigo le dijo que se había enamorado de una chica maravillosa. Que ella era lo mejor que le había pasado nunca, y que no podía pensar en nadie más.
Ángel le escuchaba fascinado, boquiabierto, y durante un mes le vio ir y venir por el mundo como si caminase a dos metros del suelo. Feliz, glorioso. Enamorado.

Decidió entonces que la mejor táctica no era enrollarse con tres tías distintas en una misma semana, y cambió el plan. Tenía que conocerlas mejor, eso era. Y nada de sexo hasta pasado un mes; así su mente no se distraería de lo verdaderamente importante.
Lo crucial era, además, encontrar a la chica adecuada. Eso era lo que le decía mamá para consolarle: tienes que esperar a la chica adecuada, a la tuya de verdad.

Su chica se resistió a aparecer durante años. Primero lo intentó con una mujer muy inteligente y divertida que conoció en una fiesta. Ella era bióloga y se pasaba la vida viajando a parajes naturales y escondidos, y por un instante Ángel deseó que fuese esa chica la que le hiciese perderse con ella, la suya de verdad.
Y lo fue durante diez meses, hasta que ambos descubrieron que es inútil continuar algo que no existe: él no estaba enamorado.

Su segunda gran oportunidad llegó con la chica del quiosco del barrio: dulce, alegre y entregada. Fue conocerle y apostar por él, y Ángel no supo distinguir el afecto del halago y se fue a vivir con ella. Tampoco salió bien, claro. Al cabo de unas semanas ella salía llorando de casa, convencida de que él nunca la querría porque no sabía querer.

Y era cierto. No sabía porque el amor no estaba hecho para él, definitivamente. Ahora ya no se reía de su hermana cuando ella le decía entre bromas que Juan Sin Miedo era un buen cuento de terror... porque el suyo propio era mucho más terrorífico.
Y cuando conoció a Sandra, algo cambió.

Sandra era una buscadora de emociones. Pizpireta y aventurera, jamás se comprometía ni decía las palabras mágicas que acababan con toda relación.
Sus novios habían consistido en amistades especiales, tíos a los que permitía compartir ciertos aspectos de su vida pero nunca llegar más allá. El compromiso le aburría sobremanera, y por eso Ángel se le apreció como el compañero perfecto: iba y venía por el mundo sin pedir explicaciones, sin ataques de celos, sin romanticismos pastelosos ni tequieros sin sentido.
Y así fue como su relación duró más de lo esperado: se compraron un piso a medias e incluso se presentaron a sus respectivas familias entre bromas y risas. Aunque no fuese nada formal, no tenían por qué mantenerlo en secreto.

Su relación era una mezcla de amistad, sexo y complicidad. Ambos sabían que no eran lo más importante en la vida del otro, pero disfrutaban del cariño y la compañía mutua y se dejaban llevar.

La noche en que él cumplía cuarenta años Sandra le regaló unos billetes para Londres. Su avión salía a primera hora de la mañana, y casi sin nada en la maleta se plantaron en Heathrow deseosos de aventuras urbanas y noches sin dormir.
Allí fue cuando, apoyados en la baranda y contemplando la Torre de Londres al atardecer, Ángel decidió compartir sus miedos con Sandra. Abrir su corazón con alguien por primera vez en su vida...

-No me enamoraré nunca. Lo siento mucho, Sandra, pero nunca podré enamorarme de ti. No sé hacerlo, no puedo sentir amor.

Ese fue el instante del milagro. Porque entonces ella se giró hacia él sonriendo con dulzura, y le apartó el flequillo de la cara con cariño para poner fin a sus preocupaciones y miedos:

-Ángel, cielo, pues claro que puedes sentir amor. De hecho por eso estás bien conmigo: porque somos iguales. Porque te respeto y te aprecio como eres, y nunca me interpondré entre la persona que amas y tú. Porque tú y yo, corazón, estamos enamorados de nosotros mismos.



26 septiembre 2009

Eduardo y Platón.

A veces me da por ponerme tonta y pensar. Que sí, que bueno, sucede muy de vez en cuando... pero a veces pienso. Dejo de concentrarme en todo lo físico que me rodea y permito que se me vaya la olla a Cuenca, como a Hurley en LOST creando su mundo particular.

Una de estas veces en las que me puse trascendental me dio por acordarme de Eduardo, mi profe de filosofía del colegio, y de las teorías de Platón. Mi favorita de todos los tiempos es aquella frase que nos sonaba tan a chino cuando éramos adolescentes: "CONOCER ES RECORDAR". Es decir, que antes de nacer nuestro "espíritu" o alma habitaba en el Mundo de las Ideas, donde lo sabíamos todo. Cada interrogante, cada inquietud, cada misterio del universo tenía respuesta para nosotros. Pero entonces la diosa Fortuna hace que nuestro alma se encarne en un humano pequeñito y llorón, y que con cada segundo que pasemos en ese cuerpo físico, nuestra consciencia absoluta y todo lo que conozcamos vaya desapareciendo poco a poco. Hasta que un buen día, cuando a las niñas nos crecen las tetas y a los chavales les sale pelo en lugares extraños, lo olvidamos todo y nos volvemos ignorantes felices.
La Teoría de las Ideas explica por qué los niños parecen ser unos viejos con pañales. Por qué ellos ven cosas que los adultos no ven; por qué son capaces de simplificar lo complicado y quedarse siempre con lo positivo de las cosas. Por qué los humanos nos volvemos más tontos con cada año que pasa...

Y bueno, gracias a esta teoría tenemos también la explicación a uno de mis fenómenos extraños favoritos: los déjà vu. Según nuestro amigo Platón, éstos no son más que segundos de debilidad del olvido, instantes en los que algo nos recuerda que ya conocíamos de antes un lugar, una canción, un acontecimiento. Que ese instante no lo hemos vivido, pero que hace mucho tiempo sabíamos que iba a suceder.



Me gustaría tener un súper-déjà vu y acordarme de algunas cosas. Por ejemplo, para qué. Qué sentido tiene todo: nuestra vida, la vida de las hormigas, el olor de las plumarias, el sabor salado del mar. Por qué estamos aquí, con qué razón existimos.
Y bueno... aunque sólo fuese un instante y justo después tuviese que volver a olvidarlo todo, creo que me compensaría. Qué narices, si Platón pudo acordarse y le dio tiempo a escribirlo, ¿por qué no yo? Voy a por mi libreta :P

24 septiembre 2009

Yesterday

Hubo un tiempo en el que yo pensaba que querer es poder, que todo era posible si me lo proponía.


Me pregunto en qué momento dejé de creerlo.

22 septiembre 2009

Fareborn

Parece que es el tema de moda: facebook nos vigila, facebook es peligroso. Ya se han colgado en Youtube varios vídeos alertando a la población acerca de lo altamente nocivo para nuestra intimidad que puede resultar colgar nuestras fotos en las redes sociales, ya que inmediatamente pasan a ser propiedad de Facebook o Tuenti o lo que sea.
Asimismo, tratan de abrirnos los ojos diciéndonos que en esas webs dejamos tantos datos personales que sería muy fácil hacernos daño, ya que mucha gente puede saber qué hacemos, en qué trabajamos, cuándo estamos en casa y dónde nos gusta ir en nuestro tiempo libre.


Francamente, y es sólo mi opinión, a mí todo esto me suena un poco a chamusquina. Es igual que cuando se condenó a todos los jugadores de rol tan sólo porque un chaval zumbao se cargó a un señor con una katana...
Porque por ejemplo, en mi blog creo que dejo muchísimos más datos personales que en fareborn. Allí me limito a jugar al Mafia Wars y a escribir chorreces, al igual que la mayoría de la gente. Colgar fotos de la última borrachera tan sólo podría interesarle al jefe de cada cual, pero no se me ocurre nadie que quisiera hacerme daño (físico, al menos) y que use fareborn para su beneficio.
¿Y Twitter? Coñe, ahí si que decimos qué hacemos en cada momento, y nadie nos mete el miedo en el cuerpo por ello.

Creo que las redes sociales son un medio, pero no una amenaza en sí mismas. No todo el mundo es inconsciente, ni tiene su Facebook público, ni agrega al primero que le mande una invitación de amistad, ni postea con quién se va de paseo cada dos minutos. En general, internet es un arma de doble filo, hagas lo que hagas y sea para lo que sea que lo utilices.
Y bueno... puede que sí sea verdad que gracias a las redes sociales se nos "use" a modo de conejillos de indias para campañas publicitarias o sondeos varios, pero vaya, a mí eso me importa poco. Si contribuyo a que alguien conozca mejor los gustos y preferencias de la juventud (ejem), pues muy bien. Y total, spam me llega al correo desde mil sitios...

Yo sé que me arriesgo escribiendo aquí, igual que en cierto modo me expongo a ojos indeseables cuando cuelgo alguna foto mía en la red. Pero no será por medio de fareborn que un asesino en serie me encuentre y decida convertirme en su próxima víctima... vamos, yo por lo menos de tener una motosierra empezaría por los niñatos emo del fotolog, myspace o similares.


Un besote para todos, y poneos guapos que ¡Fareborn os vigila!



16 septiembre 2009

This is Halloween, this is Halloween

¡Buenas noches a todos!
Vengo feliz y contenta y es que tal y como acordamos, Una de Rizos... vuelve a disfrazarse y esta vez dedicando su estilismo al otoño. A la caída de hojas. Al fresquito. A los paseos por el parque anaranjado. A...
Bah, en realidad no. Como mi blog es un poco payasete, (no sé a quién habrá salido, lalalá) las ovejas se me han disfrazado para celebrar esa fiesta yankee que está tan de moda y que hace que las gemelas Olsen se destapen: Jallogüín.

Así que bueno, espero que os guste porque ésto se queda así hasta Navidad... que servidora no da pa tanto cambio de look :P

Tengo que darle las gracias a mi Abejoso, siempre dispuesto a ayudarme con las plantillas y diseños varios; a Al, por su paciencia ovejil; y a Manz, que también ha colaborado aunque de forma breve :P

Y aprovecho también para felicitar a mi amigo Anselmo que, aunque no lea mi blog porque es un petardo asqueroso, hoy cumple 28 años. Este sábado en Madrid lo celebramos ;)

Un besote para todos, ¡sedme buenos!

12 septiembre 2009

Mwahahahahahah

Se acerca... ya se palpa en el ambiente.
Huele a tardes de lluvia y paseos sobre hojas crujientes, ¿verdad?

En unos días, con todos vosotros...


Una de Rizos... versión otoñal.



Estáis invitados.

10 septiembre 2009

Si mi vida se acaba

Me asusta la muerte. No me gusta hablar de ello, ni ver películas en las que el protagonista sabe que va a morir.
Me pone muy nerviosa cuando por la noche doy vueltas en la cama repasando mi día a día antes de dormir y, por alguna extraña razón, me pongo a pensar en cuándo moriré y si será doloroso.

A veces me gustaría ser creyente. Me da igual la religión: católica, hindú, árabe. Pero creer en que todo no se acaba aquí y que no nacemos para nada, nada en absoluto. Que desde nuestro primer llanto no avanzamos lentamente y sin remedio hasta la muerte sin ningún motivo...

Quizá todo fuese mejor si supiésemos cuándo vamos a morir. Si lo aceptásemos como algo natural, es decir, que al nacer se nos entregase el don de la clarividencia y todos considerásemos como normal el conocer desde siempre si nuestra vida va a durar meses, años o décadas.
Supongo que de esa forma no perderíamos tanto el tiempo: nos preocuparíamos menos por cosas que no tienen importancia, y valoraríamos más aquellas que sí la tienen.

Si yo supiese que mi vida se va a acabar dentro de dos años, por ejemplo, dejaría de quejarme por haber engordado. Me iría de tiendas y me compraría algun vestido bonito que me favoreciese, y me preocuparía por salir más y dejarme ver luciendo mi mejor sonrisa escogida con cariño para cada ocasión.

Me buscaría un trabajo de poca responsabilidad, horario flexible y sueldo modesto pero suficiente para vivir tranquila. Iría a la orficina de mucho mejor humor por las mañanas, trataría de hacer mis tareas de la forma más eficiente y procuraría dejar constancia en mi empresa de mi gran esfuerzo y dedicación. Asimismo ayudaría en todo lo que pudiese a la que me sustituya cuando no esté, para que aprendiese rápidamente y mi legado no muriese conmigo.

Volvería a aprender a querer. Me dejaría de vergüenzas, inseguridades e historias... abrazaría más y me callaría menos. Total, de qué sirve mantener las distancias, ser prudente, evitar mostrarse vulnerable.
Si me hiciesen daño, además, la rabia y el rencor me durarían menos.

Si supiese que mi vida termina en 2011, mañana mismo haría la maleta y emplearía mis ahorros en viajar por todo el mundo. Olería cada brisa, saboreraría cada color y disfrutaría de cada melodía que se cruzase por mis sentidos.
Me empaparía del cariño, personalidad y cultura de cada persona que entrase en mi vida, dejando de lado los prejuicios y los miedos.






Si supiese que mi vida se acaba, en definitiva... aprendería a ser feliz.


08 septiembre 2009

Vergüenza a un euro.

Ayer estaba jugando al juego de la verdad con un amigo a la salida del cine. Ya sabéis, ese en el que te hacen una pregunta chunga a la que tienes que responder sin mentir, o al menos sin molestar a tu conciencia.
Me preguntó qué es lo que he hecho en mi vida de lo que más me arrepiento... Yo me paré a pensar un momento y entonces, bajando la mirada, me acordé.

Hace ya bastantes años. Creo que era cuando empezaron a aceptar el euro en las tiendas, allá por el 2001. Yo estaba con mi madre comprando utensilios de cocina en un chino de esos de todo a cien y al torcer una esquina me topé de bruces con un ancianito bastante mal vestido y aseado que, al verme, me preguntó tímidamente:

-Disculpe, señorita, ¿podría decirme cuántos euros de esos tengo aquí?

Me acercó la mano abierta donde descansaban unos cuantos céntimos (cuarenta, a lo sumo), así que yo respondí, sin acercarme mucho:

-Puesss... creo que hay cuarenta céntimos, señor. Eso no llega ni a medio euro.

Y me di la vuelta y seguí buscando los tupperwares por las estanterías, distraida, olvidándome de aquel hombre extraño por unos minutos.

Cuando ya tenía mi cesta llena de artículos inútiles y horrorosos (indispensables en casa, vamos) me puse en la cola para pagar y de nuevo la voz del viejecito resonó junto a mi oído, esta vez dirigida a la cajera:

-Oiga, ¿me llega con estas monedas para comprar esta pelota?

Sostenía una pelota de gomaespuma de las que normalmente le compro a mi perro, de esas que destroza en menos de dos minutos. La cajera le echó una mirada asesina (paseando su expresión de repugnancia desde sus zapatos medio rotos hasta las greñas de la barba del pobre hombre), y escupió entre dientes:

-Mire, con cuarenta céntimos no le llega ni para el pan. Lo siento pero no puede llevarse la pelota.

Por un momento me sentí bastante mal, ya que la mujer había sido innecesariamente borde con el señor, pero no dije nada mientras él se volvía camino de la salida, no sin antes susurrarme entre dientes:

-Es que quería comprarle algo a mi nieto, que nunca puedo verle...

Permití que saliese de la tienda casi arrastrando los pies y con la cabeza tan gacha como un niño al que acaban de dejar sin cena.
Durante un minuto la cajera tuvo que llamarme casi a voces, porque yo estaba con la cabeza en otra parte y no me enteraba de que era mi turno para pagar. En mi mente veía al ancianito en la residencia, mirando al suelo y acordándose de su familia. Me imaginaba vergüenza en su mirada, al no ser capaz ni de hacerle un regalo a su nieto el único viernes en que por fin irían a visitarle.

Cuando acabé de comprar y salí de allí con mi madre, reaccioné. Empecé a correr calle abajo, buscando al anciano. Llegué hasta el cruce y, al no encontrarle, volví sobre mis pasos y corrí calle arriba.

Pero ya no estaba, y con él se fue mi rabia.
A día de hoy aún me paro en aquella acera por donde le vi marchar de vez en cuando, para ver si me encuentro con él y me da la oportunidad de enseñarle a contar céntimos y regalarle dos, tres o cuatro euros. Aunque sé que, por muchas pelotas que le compre, ya nada hará que el reproche de mi egoísmo deje de darme pinchazos en la conciencia cada vez que bajo al barrio y paso por esa tienda.

03 septiembre 2009

De pequeña

Ayer por la tarde acompañé a mi amiga Isa a hacer unas compras en el Corte Inglés.
Pasábamos junto a la sección de "vuelta al cole" y me quedé un par de minutos contemplando la ingente masa de niños y niñas que, revoltosos e ilusionados, iban de acá para allá eligiendo mochilas, carpetas, cartabones y diccionarios.
Antes de continuar mi camino me fijé en una niña delgada y pecosa que sostenía a duras penas un montón de libros de texto, tratando de mostrárselos a la cajera. No pude más que acordarme en aquellos días previos al incio del curso en que yo volvía a casa con los libros de cada asignatura (lengua, matemáticas, ciencias naturales, historia, inglés y religión) y me tumbaba en el salón para olerlos, hojearlos con nerviosismo y ganas, pasear mi mirada por esos futuros temas que ahora se me aparecían tan difíciles y desconocidos pero que de seguro serían parte de mí cuando acabase el nuevo curso, en junio.

Quizá ahora mismo todos tuviésemos que echar la vista atrás y recordar cómo lo nuevo y desconocido no nos asustaba cuando éramos niños, sino que nos enfrentábamos a ello con ilusión... conscientes de que con el tiempo aquello nos haría más fuertes y más sabios.

01 septiembre 2009

Petipeich de boquerones

Siempre éramos cinco: la dulce Isa, el soñador Anselmo, el hilarante Jesús, el valiente Ricardo y yo, la que estaba como una cabra. Nos criamos juntos en un colegio de esos estrictos donde te obligaban a ponerte un uniforme horroroso aunque hiciese cuarenta grados a la sombra, y lo cierto es que jamás le dimos mucha importancia a nada de eso. Nos gustaba más centrarnos en buscar aventuras por los rincones, vivir mil y una historias divertidas y jugar por los pasillos de aquel enorme y frío colegio religioso donde pasamos trece años de nuestra vida.

Por eso, cuando las monjas nos reunían a todos en clase y nos soltaban: "pasado mañana nos vamos de excursión", mis amigos y yo dábamos un salto de alegría y nos frotábamos las manos ufanos, triunfantes... casi oliendo ya las travesuras que estaban por llegar.

Guardo en la memoria bastantes buenos momentos y excursiones de aquella época: al campo, al zoo, a Córdoba, a Sevilla, a Granada, a Santander, al Torcal de Antequera. Pero sin duda de la que guardo mejores recuerdos es de la excursión a Madrid... quizá porque fue la última antes de acabar COU y separarnos.

Teníamos diecisiete años y nuestros gustos aventureros habían evolucionado bastante: ya no disfrutábamos tanto corriendo y revolcándonos en el fango por un campo de trigo, (como en Alfarnate, ¿recordais?) sino que preferíamos perdernos por callejones extraños y descubrir el encanto de cada rincón desconocido. Oler nuevas brisas, conocer gente, encontrar tesoros. Pero siempre juntos.

Y así llegamos a la Puerta del Sol aquella noche, extenuados de todo un día pateándonos la ciudad y con el estómago rugiendo con furia.
-"Entramos en cualquier bar, ¿vale? ¡Que me muero de hambre!", imploró Isa, agarrándose al brazo de Anselmo para no sentirse tan pequeñita en aquella ciudad enorme.
Jesús y yo, burlones, caminábamos dando tumbos comentando alguna broma que nos hacía reir a carcajadas, y entonces fue cuando Ricardo por fin dio con nuestro objetivo señalándolo como perro cazador: un restaurante francés.

Ni que decir tiene que ninguno de nosotros hablaba francés ni sabía mucho del país, (como mucho chapurreábamos inglés, y a duras penas) pero supusimos que la comida gabacha no debía ser muy diferente a la que conocíamos y además, que narices, somos gente con glamour y estamos acostumbrados a movernos por cualquier ambiente por sofisticado que sea.

Y allí que nos vimos los cinco sentándonos en una sala decorada con un gusto exquisito, con manteles de seda, cubertería brillante y delicada y orquídeas decorando el centro de cada mesa. Debía ser una estampa curiosa para los estirados camareros que, extrañados y con cara de malas pulgas, observaban con cierto desdén nuestras mochilas sucias y nuestras caras de despiste. Jesús además lucía su querida y desgastada camiseta con el dibujo del águila que le acompañó durante casi los seis últimos años de colegio, que digo yo que debía ser como esos guantes que se estiran y estiran y siempre te quedan bien aunque te crezca la mano...

Nos trajeron la carta. Isa y yo, repipiadas, la cogimos usando sólo dos dedos tratando de imitar a las pijas de las pelis. Jesús y Ricardo la desparramaron encima de la mesa, (espachurrando las orquídeas) y Anselmo seguía con los ojos como platos y sonrisa de tonto, fascinado por esta nueva vida de alta alcurnia que acabábamos de descubrir y en la que muy pronto nos moveríamos como pez en el agua.
Tardé poco en darme cuenta de que la carta estaba en francés. Yo seré muchas cosas, pero cuando tengo hambre paso de nimiedades e historias y lo único que busco es un buen filete con papas... así que me giré con delicadeza y le pedí al camarero que me trajese una carta en castellano, por favor.
Todos los demás menos Jesús hicieron lo mismo. Pero mi amigo el del águila nos soltó, muy serio y adoptando esa pose cabezota y sin sentido que tanto nos hace reir:
-"Pues yo me niego. Estamos en un pedacito de Francia, y pienso adaptarme al medio porque así es como se disfrutan las cosas, así que quiero mi carta en franchute."
Nadie dijo nada... pa qué.

Estuvimos un buen rato discutiendo acerca de lo que íbamos a pedir, ya que el más barato de los platos importantes suponía el doble de nuestro presupuesto... así que decidimos optar por irnos a la parte internacional del menú: bocadillos. Además, tal y como nos dijo Anselmo, en Madrid hacen unos bocatas de calamares exquisitos, y el hecho de estar en un restaurante exótico no debería suponer un problema para degustar exquisiteces ibéricas además de las francesas...

Llegó nuestro amigo el camarero.
"-¿Qué van a tomar?"

Bocata de jamón para Isa y para Ricardo. Bocata de lomo para mí. Bocata de queso para Anselmo. El camarero volvió a asesinarnos uno a uno con la mirada quizá a punto de sugerirnos un McDonalds que estaba torciendo la esquina, hasta que Jesús alzó la cabeza muy dignamente y le espetó, señalando su carta en francés:

-Pues yo quiero un petipeich de boquerones.

Ostras. ¿Un qué? Pregunté yo, sin dar crédito a lo que decía mi colega.

-"Pues sí, un petipeich de esos, qué pasa", me contestó él, sin perder un ápice de su dignidad.

El camarero ya no sabía si reir o llorar:
"-Disculpe, caballero, ¿podría señalarme ese plato en la carta para saber a qué se refiere?"

Anselmo y yo nos empezamos a descojonar irremediablemente. Isa quería morir. Ricardo ya estaba enterrado.
Jesús que le muestra la carta al garçon, pasando olímpicamente de nosotros... y el camarero suspiró, armándose de paciencia:

"-Caballero, ese plato no se sirve con boquerones. ¿Prefiere usted que le sugiera algún plato de carne, o desea pescado?"

De nuevo carcajadas por mi rincón y bochorno por el de Isa.
Jesús vaciló un segundo y, cerrando su carta, concluyó con una sonrisa:

"-De acuerdo, entonces tráigame un plato de boquerones sin pan ni nada. Ahí a palo seco."

Casi nos da algo, en serio... salimos de aquel restaurante agarrándonos la barriga y medio llorando; creo que no me he reido tanto en la vida. ¡La de veces que hemos rememorado aquella noche cuando ahora quedamos para tomar algo!



Dentro de una semana viajaré a Madrid a visitarles. Les echo de menos y, aunque nuestras vidas hayan cambiado mucho y nos veamos muy de vez en cuando, estoy orgullosa de seguir conservando la amistad y de no haberles perdido la pista.
Igual les sugiero ir a buscar aquel restaurante y rememorar viejos tiempos... porque puede que sigamos sin tener ni idea de francés, pero hay cosas que no cambian nunca y la mejor de ellas, la risa, siempre estará presente en nuestras reuniones eventuales.