28 febrero 2007

Primavera



Nos guste o no, ya huele a azahar. Ya apetece pasear por la playa, salir a dar una vuelta por las tardes.
No sé vosotros, pero yo estoy encantada...


Lo peor de todo es la alergia XD

25 febrero 2007

Aquellas mágicas noches de verano

Hace un par de días leí un post en un blog amigo que me hizo activar ese resorte de mi memoria y volver a encontrarme con lo que una vez fui. Entonces me puse a recordar...




Me ponía mis pantalones vaqueros anchos, esos ya gastados y con el color apagado que tanto me gustaban. Metía los brazos a toda prisa en una camiseta enorme si mangas y sin dibujos, normalmente azul o amarilla, y me calzaba mis zapatillas de deporte de marca indefinida. Un veloz vistazo en el espejo me sobraba para recogerme los rizos en una cola de caballo alta, (jamás conseguí domar los mechones rebeldes del flequillo) y anudándome una sudadera en la cintura salía disparada escaleras abajo hacia la calle.
Tenía once años. Por mi cabeza no pasaban las preocupaciones, ni las penas, ni los agobios. Tan sólo se asomaban varios segundos de nerviosismo antes de algún "examen", o quizá algún sentimiento de culpa después de desobedecer a mamá en la hora de llegada a casa. Pero era una niña llena de ilusión y alegría, y jamás había nada ni nadie que consiguiese borrarme la sonrisa de la cara.

Cada noche bajaba al jardín de mi urbanización a reunirme con mis amigos. Éramos un grupo extraño: tan sólo dos niñas, la dulce Rosa (que casi nunca bajaba al jardín de noche porque sus padres no se lo permitían) y yo, y el resto eran todos chiquillos de mirada traviesa y boca mellada. No me sentía incómoda entre tanto chico porque nunca fui una niña coqueta o melindrosa. Al revés, disfrutaba tratando de ser uno más, por así decirlo, y no me importaba resultar poco femenina o marimacho, como me llamaban las demás niñas del barrio. Así que yo me destrozaba las rodillas jugando al fútbol por las tardes, siendo siempre culpada por los fracasos de mi equipo. Participaba en las cacerías de saltamontes y en las carreras de sacos, aunque nunca era tan buena como los demás. Tenía poca fuerza y los niños tenían que ayudarme a trepar por los muros colindantes con la urbanización vecina, cuando nos aburríamos y nos aventurábamos a explorar lugares desconocidos. Nunca fui una gran atleta, pero jamás me rendía ni me dejaba abatir por una derrota. Y quizá por eso todos me aceptaron en su grupo masculino, ya que no veían en mí a una chiquilla caprichosa y protestona, sino a una cómplice de aventuras que les animaba y les aconsejaba cuando necesitaban una opinión positiva.

En verano hacía mucho calor, incluso a las once de la noche. Por eso nos solíamos sentar en la zona más fresca del jardín, junto al pinar, formando un círculo sobre la hierba. Recuerdo que tan sólo había una farola de luz débil alumbrando nuestros rostros, y que si adentrábamos nuestra mirada por entre los árboles del pinar veíamos cómo las sombras y las luces se entremezclaban formando figuras extrañas y misteriosas que nos ponían la piel de gallina, aunque nadie lo reconoció jamás.
El cielo aparecía siempre claro y despejado, con las estrellas destacando con su suave palidez sobre la espesura azabache. He viajado mucho y he visto muchos cielos al anochecer, pero no recuerdo ninguna imagen tan hermosa y tranquila como aquella vista que me acompañaba en las noches estivales de mi infancia.

Cuando estábamos todos echados sobre el césped y tan sólo se oía el murmullo de los grillos, alguien se volvía para mirarme y susurraba: - "Bea, cuéntanos alguna historia de miedo..." Adoraba aquella súplica ansiosa, esa mirada en los ojos de mis amigos que me hacían sentirme importante en el grupo. Era como si de mí dependiese ese momento, ese rato que nos unía y nos hacía soñar la misma fantasía. Así que yo me levantaba lentamente, poniendo cara de pócker y mirando sin mirar a nada. Me sentaba justo en el centro del círculo sin decir ni una palabra, y me entretenía a propósito en arreglarme la coleta y el flequillo mientras los demás se impacientaban.
Entonces les miraba uno por uno, en unos minutos en los que me hacía la interesante de esa forma que tan nerviosos les ponía, y empezaba a imaginar historias. Puedo presumir de tener una imaginación generosa que siempre me ha permitido crear historias, ideas, cuentos, en unos pocos segundos. No necesito hacer borradores, ni pensar mucho. Tan sólo pongo a funcionar mi imaginación y las palabras se van escribiendo en mi mente como por arte de magia.
Por eso no me costaba ningún trabajo hablarles a mis amigos de una historia diferente cada noche. Creaba relatos supuestamente reales en los que los niños aparecían degollados en una urbanización curiosamente parecida a la nuestra, o les hablaba del caserón de mis tíos (que nunca llegaron a existir) donde un fantasma les atormentaba día y noche. Todos me observaban en completo silencio mientras yo les murmuraba mis terrores; y aunque los más mayores escondían el temblor de piernas tras sus sudaderas y algunas sonrisas forzadas, yo les pillaba a veces mirando de reojo al pinar, para comprobar que ningún muerto viviente saliese tambaleándose por entre los matorrales.
Me sentía poderosa entonces. Sabía que si yo quería podría hacerles botar sobre el césped, con tan sólo abrir mucho los ojos disparando mi mirada hacia alguna parte. Pegando un chillido, o preguntando inocentemente "¿habéis oído eso?". Y éllos se dejaban llevar por mis palabras durante unas horas en las que nadie se quejaba por mi torpeza, ni por mis brazos debiluchos, ni por mi mirada inocente.

Eran tiempos en los que mis actuales miedos e inseguridades todavía no habían nacido. Noches azules en las que no tenía que preocuparme de nada que no fuese disfrutar o contemplar las estrellas.
Hoy soy yo la que se asusta ante el mundo. La que tirita en los atardeceres fríos, la que se siente indefensa y débil y que busca fantasmas dentro de los armarios.
Quizá debiera ponerme una de mis camisetas viejas de color amarillo chillón esta noche, cuando pasee a mi perro junto al pinar. A lo mejor conseguiría recuperar esa ilusión que perdí hace años si me siento a charlar con la luna, y le contase una de esas historias en las que yo siempre pateaba en el culo a los monstruos y terminaba provocando murmullos de admiración entre los niños.

Aunque bueno... seguro que ahora terminaría asustándome incluso de lo que invento.

23 febrero 2007

And fight the break of dawn

Se abre el telón. Todo comienza con alguna canción alegre, fresca. "Se a Vida I", de los Pet Shop Boys, resuena por los altavoces y lo inunda todo de una fuerza y un brillo espectaculares. Hace que el sol, mi sol, deje su aliendo de oro sobre mis mejillas, y que las olas frente a mí rompan con ganas en los espigones.
Por aquel entonces yo no conocía las preocupaciones ni los problemas, y jugaba a vivir en la playa sin importarme el resto del mundo.

"Come outside and see a brand new day, the troubles in your mind will flow away".Podría decir que tuve una infancia feliz. Quizá porque yo misma me inventaba otras realidades mucho más bellas, mucho más coloridas que aquélla que me rodeaba... pero fui feliz. Y supe exprimirle el jugo a cada segundo de mi niñez, con lo que fui labrando los cimientos sólidos y optimistas de mi personalidad.

Mi adolescencia fue algo más amarga. Aquellas tardes de agridulce aislamiento en la biblioteca de mi colegio, (uno de esos grises y estrictos colegios de monjas) marcaron de alguna forma los primeros años de mi juventud. Yo fui una de esas chiquillas tímidas e introvertidas que se refugiaba del mundo tras los libros, siempre con notas excelentes y con un suspenso en ilusión. Puede que todos pasemos alguna vez por una de esas fases de melancolía perenne y azufre en la mirada, pero yo me empeñaba tanto en sufrir que seguramente por éso lo pasé tan, tan mal. Recuerdo que mis últimos años de colegio (segundo de B.U.P., si mal no recuerdo) estuvieron marcados por Wonderwall, la canción que sin duda ha caracterizado la adolescencia de muchos de los de mi generación. Yo solía llevarme a clase mis walkman con una cinta donde grabé varias veces seguidas la canción de Oasis, y me sentaba bajo los sauces a la hora del recreo a escuchar música y observar cómo el resto de la gente charlaba animadamente sobre el fin de semana, o jugaba al baloncesto, o intercambiaba sonrisas. Tal y como dice la triste canción, quizá sólo necesitase a alguien que me salvase...
"Because maybe you're gonna be the one that saves me...
And after all you're my wonderwall".


Pensé que lo había encontrado, pero... dejé atrás la juventud de golpe, justo cuando mi primer desengaño amoroso azotó con fuerza mi estado de ánimo. "I just wanna be close to you"... No fue tan sólo un mal golpe sentimental, sino que también afectó a mi auoestima y me hizo odiarme aún más. Comprendí que, por desgracia, la vida puede ser mucho más cruel de lo que hasta entonces podía imaginar... y me dejé caer. Entré en la peor etapa de mi vida y dejé la sonrisa olvidada tras las lágrimas, levantándome cada día para llorar un poco más que el anterior. Me encerré en mi cuarto y en mí misma, sin permitir que nadie se acecase a menos de cinco kilómetros. Así perdí la poca alegría que me quedaba de mi infancia, y quemé en la hoguera de la desilusión todas esas promesas de felicidad que me había propuesto. Dejé de sentir, de contemplar, de comer, de vivir. Y escuchar una simple de las notas de la canción de Maxi Priest rompía cada neurona de mi mente y me hacía temblar.

Pero entonces llegaron ellos... mis primeros amigos. Surgieron de la nada de la manera más curiosa que existe...y a ellos tengo que agradecerles lo que soy ahora. Porque me sacaron de aquel pozo donde yo misma me había hundido, y supieron hacerme sonreir de nuevo. Fueron días de risas y de ilusiones renovadas entre copas y bailes, entre los primeros años de universidad y los primeros flirteos amorosos. Fue en aquella época cuando empecé a quererme de verdad, a poder volver a mirarme al espejo y no sentirme miserable. Me costó mucho salir adelante, pero la satisfacción que me provocó el recuperarme fue lo más grande que he sentido jamás. Mezclaba las nuevas asignaturas de mi carrera con las tardes de compras, las primeras incursiones furtivas en internet y las primeras charlas del IRC, los cambios de imagen, los nervios de las citas a ciegas... y por entonces conocí Ciao. En aquellos años sonaba en la radio el nuevo disco de Melón Diesel, y cada sábado por la noche le pedíamos al dj de nuestro bareto habitual que nos pusiera Contracorriente para llenar la pista de baile dando saltos con una sonrisa enorme en nuestras caras.

Los años siguientes se mezclaron con la melancolía de Mi Coco, de los Piratas; con el ritmo cálido y picante de los Orishas y su Mística; con la crudeza de In the End, de Linking Park; con la aparente inocencia de Natalie Imbruglia en su Torn; con la sensualidad de Smooth, de Santana; con la energía de Madonna y su Ray of Light; con las primeras envidias entre amigas de las que tan bien nos habla The Boy is Mine, de Brandy y Mónica; con las primeras borracheras donde, de fondo, se oía a Alexia con su Uh La la la; con las primeras quedadas del IRC y las risas mientras canturreaba Lo Tengo que Dejar, de OBK, con completos desconocidos a los que conocía a la perfección; con las autopistas recorridas al volante de mi primer coche, con las ventanillas bajadas y Save Tonight de Eagle Eye Cherry sonando a todo volúmen por los altavoces; con el Hotel California de los Eagles en un radiocassette antiguo al final de mis clases de gramática inglesa, con mi amigo Jesús cantando When Susanah Cries, de Spen Lind, entre clase y clase... Cada canción que de alguna forma ha marcado un pedacito de mi existencia me trae a la mente un montón de recuerdos, de vivencias pasadas, de olores y sabores, de alegrías y tristezas... de vida. Y cuando hoy día las escucho y me empapo de todo aquello que cada melodía significa para mí me doy cuenta que, a fin de cuentas, soy muy afortunada.



Hace un par de días alguien me descubrió a mí misma en una de sus canciones favoritas, sin saberlo. Escuchando la voz desgarrada de Crossfade y su So far away ("I've been changing but you'll never see me now..." ) casi pude verme a mí misma aquella tarde de verano que pasé junto a tu ciber café, cinco años después. Nada había cambiado: la misma pintada junto a la puerta, la misma máquina de refrescos, los mismos ordenadores, el mismo mostrador... solo que tu ya no estabas allí. Y, a pesar de que aún me da un escalofrío cuando recuerdo aquellos días en los que pudo ser y no fue... ya no tiemblo por lo mucho que te echo de menos, sino por recordar lo triste, débil y asustada que dejaste a aquella parte de mí que por fin he conseguido arrastrar a kilómetros de distancia de mi mente.
Quizá el hecho de que la letra de Crossfade hable de mí y de que Iced haya aparecido en mi vida para hablarme de ella ahora, justo ahora, fuese sólo una curiosa casualidad... quien sabe. Lo que sí es cierto es que hoy por hoy estoy lejos, muy lejos... y que tú nunca volverás a hacerme daño.

















===========¿Cuál es la canción de tu vida?==============




21 febrero 2007

Saudara Saudari

Mi memoria alcanza a recordar hasta la primavera en la que comencé mi segundo curso en la academia particular de inglés. Tenía diez años, y cada tarde paseaba mi mochila de colores y mis trenzas rebeldes hasta aquella ventana desde donde podía verle explicando algún tiempo enrevesado a los alumnos aventajados. Le saludaba con la mano, y usted siempre me respondía con una burla traviesa y cómplice que todavía hoy me hace cosquillas en el alma.
Yo solía llegar siempre antes de tiempo, (como siempre) media hora o así antes de que comenzase la lección del día, así que me iba a hacer tiempo a la zona de despachos.

Ya conocía su academia como la palma de mi mano, y me encantaba sentirme la dueña de todo cuando me adentraba en su despacho a esperarle. Me sentaba en su silla, confiada, y sacaba mi libreta de escribir historias de la mochila. Cogía ese lápiz que usted siempre me dejaba preparado en su lapicero, con la punta necesariamente afilada, y escribía. Dibujaba. Observaba, curiosa, a los demás niños y niñas que iban llegando y que se sentaban fuera, en las escaleras. Era algo que me llenaba de orgullo y me hacía sentirme especial, puesto que a nadie más se le permitía ocupar el despacho mientras usted no estuviese presente. O bueno... a nadie más se le había ocurrido... pero yo prefería pensar lo primero.
Después entraba en clase con mis compañeros, y usted siempre nos saludaba con su canción en japonés, esa frase tan extraña que siempre nos hacía reir. Saudara Saudari, o algo así. Y todos contestábamos con una fiesta y un resplandor especial en la mirada, encandilados.

No recuerdo ni una sola clase en la que no nos contase una historia. Creo que usted es la persona más sabia, con más experiencia en la vida y con más ganas de aprender que conozco, y se notaba. Nos hablaba de su juventud en Manila, de cómo conoció a su mujer, de San Francisco, del Amazonas, de Madrid, de Italia, de Pio Baroja, de Rubén Darío, de Mozart, de Budapest y de Drácula, de los Diez Negritos de la Christie. Nos empapaba los sentidos con todo aquello que corría por sus venas, y cuando estábamos ya en pleno éxtasis de ideas empezaba entonces a explicarnos los verbos intransitivos y los pronombres ingleses. Jamás nada ni nadie consiguió distraernos en sus explicaciones, y si hoy puedo presumir de haber aprendido gramática inglesa es gracias a usted. Pero no sólo gramática inglesa, Carlos. Con usted crecí escuchando poesía, debatiendo recuerdos y mezclando melodías. Pasé ocho años compartiendo mis tardes con su academia, y con la excusa de mejorar mi nivel de idiomas mejoraba también mi nivel humano.

Siempre solía decirme que yo era la chica más alegre que había conocido en su larga vida, y nunca me lo creí. Ha vivido en tantos países, cenado con tantas personas, respirado tantas brisas diferentes que es difícil creerse especial en su amplia experiencia. Pero puedo asegurarle que si alguna vez tuve un día malo, la sensación de agobio o malestar desaparecía tan sólo con escuchar una de sus frases dulces, de sus moralinas de padre que consiente. Con usted pude hablar de cualquier cosa, y confié siempre en su mirada serena y en sus silencios sabios. Por eso quizá siempre me viese tan sonriente y radiante cuando me sentaba en la primera fila de la clase...

Sabía que estaba enfermo, pero nunca imaginé hasta qué punto. Es como si yo le imaginase invencible, como los caballeros del medievo que luchan contra dragones. Usted sobrevivió en la selva, vivió una guerra, se salvó de un terremoto mortal en San Francisco... Y murió el año pasado, dos días después de su última clase.
Todavía recuerdo el shock que sentí cuando me dieron la noticia por teléfono. Usted encajaba en mi infancia, en mi juventud. Era ya una de esas piezas que forman mi mundo cotidiano, porque durante muchos años ha estado siempre en su sitio, en mi academia del alma.

Me pidieron que le sustituyese unos días dándoles clase a los niños pequeños que se habían quedado sin profesor, al menos hasta que encontrasen un sustituto. Y no pude negarme, aunque me sentía ridícula. Un payaso ocupando el lugar de un maestro.
Pero eso sí... cuando los chiquillos entraron en clase, asustados, con la cabeza gacha y preguntándose cuándo volvería su profe Carlos, traté de sacar fuerzas de lo más hondo de mi ser y sonreir de una forma lo menos forzada posible. Les miré mientras se sentaban, en silencio, y murmuré: "Saudara Saudari..."
Todavía me late el corazón muy fuerte cuando recuerdo cómo me miraron con sorpresa y esperanza, y le prometo que me sentí orgullosa de usted al identificarme con sus sonrisas inocentes.

Gracias por todo, Carlos. Y no sé si existe el cielo, (nunca fui muy creyente) pero apostaría a que si hay ángeles y demonios usted los tiene a todos encandilados con sus historias sobre el Amazonas. Cuénteles aquella vez que se le enroscó una pitón al cuello, cuénteles...

18 febrero 2007

El rincón de Al

Una de Rizos... no sería nada si vosotros, mis fieles lectores, no pasáseis por aquí a saludar de vez en cuando y a recordarme que no estoy sola en la enorme y fría blogsfera. Sois pocos, pero selectos xD
Por eso, y porque mi amigo Albret ha sido desde siempre mi más fiel lector, (el único que me ha dejado comentarios en TODOS mis posts, desde el inicio) el otro día le ofrecí un pequeño rincón de mi blog para que cada semana colabore con su peculiar sentido del humor y su carácter agridulce.

Estoy feliz de anunciaros que ha aceptado mi oferta, así que a partir de mañana le veréis aportando su granito de arena en la barra derecha de mi espacio acerezado.

17 febrero 2007

Ojos Grises

El día que encontraron su cuerpo empezó la pesadilla.

Ojos Grises es un pequeño pueblo costero de esos en los que todos se conocen. Las familias han permanecido aquí durante muchas generaciones, encandiladas por el encanto de sus callejuelas blancas y sus playas sin explotar. El mundo del turismo y la contaminación de las grandes ciudades quedan lejos del candor de los atardeceres sobre las terrazas de la plaza Mayor, y los niños pueden corretear tranquilos por el paseo marítimo ajenos a los peligros urbanos.
Yo llegué hace ya dos años atraído por las promesas de tranquilidad y sosiego que me ofrecía el pueblo. Alquilé una casita junto al mar a las afueras, una vieja cabaña de dos habitaciones con un hermoso porche frente a la playa donde he instalado mi caballete y una hamaca que compré en Brasil. Adoro ver las puestas de sol desde mi estratégica posición en el mundo, y cada ocaso me siento afotunado por haber encontrado el paraíso que siempre había necesitado. Sin agobios, sin esperas, sin tráfico, sin prisas. Tan sólo el color rojizo del cielo vespertino y yo.

Ella solía pasear por la orilla del mar cada tarde. La primera vez que la vi me quedé extasiado observando cómo los últimos rayos de sol se enredaban en su pelo y parecían arrancarle destellos dorados a su rostro. Su vestido de lino blanco resaltaba aún más el color melocotón de su piel, y su figura recién estrenada se movía lentamente entre la espuma de mar confundiéndose espuma con vestido, piel con arena. Tenía la mirada triste, melancólica y distante, y con cada paso que enterraba en la arena mojada sus ojos se mojaban también de suspiros azules.
Empecé a dibujarla aquella misma tarde, y a partir de entonces cada anochecer esperaba sentado en el porche a que la muchacha volviese a pasar junto a mi cabaña y se pasease por entre las palmeras. Era tan hermosa, tan pura, que su luz inundaba mi caballete incluso cuando escogía colores oscuros y apagados. Los trazos se volvían de oro, las curvas de su cuerpo se llenaban de brillo y con cada brochazo el resplandor de su mirada triste se volvía purpurina entre mis pinceles.

Un día me decidí a seguirle por la playa. Quería saber su nombre, charlar con ella aunque fuese unos minutos. Quizá consiguiese que posase para mí algun día... Así que me armé de valor y dirigí mis pasos hacia la orilla, donde me senté a esperar que llegase.
Pasó por mi lado como un zombi, sin nisiquiera reparar en mi sonrisa nerviosa. Me salpicó sin querer al rozar las olas a mi lado con su vestido y continuó alejándose lentamente, tal y como había llegado.
Me levanté y empecé a seguirla. Se encaminaba hacia la playa del este de Ojos Grises, que también era la menos frecuentada. Cuando se puso a gritar me asusté; sus alaridos repentinos y su voz agria me helaron la sangre y me hicieron dar un respingo. Me pregunté si ella sabía que yo estaba allí, que le había seguido, y supuse que chillaba de esa forma para ver si conseguía asustarme y hacerme desaparecer.
Entonces se volvió hacia mi y me miró fijamente a los ojos. Clavó sus pupilas en mí, pero más allá de donde llega mi cuerpo físico. Su mirada amenazante me hería por dentro, y en ese mismo instante me arrepentí de haber sido un cotilla sin remedio y de haberle seguido hasta allí.
Pero entonces algo captó su atención. Un murmullo, un ronroneo suave salió de entre los matorrales. Tras ellos vi aparecer un gato azabache que, ágilmente, se acercaba dando saltitos sobre las rocas. Llevaba la cola en alto y la balanceaba de un lado para otro, denotando alegría y tranquilidad, y al llegar junto a la chica empezó a maullar con fuerza y a frotarse contra su vestido.
La muchacha se agachó para acariciarlo, y le oí murmurar algo en voz muy baja. Cuando un soplo de brisa removió las palmeras sobre mi cabeza, el aire trajo hasta mis oídos otro susurro, una especie de cántico extraño e hipnótico que me puso más nervioso aún. Y una veintena de gatos empezó a aparecer por la colina. Salían de todas partes: de las rocas, de los arbustos, de las sombras de la playa. En unos instantes rodearon a la chica y se pusieron a maullar todos a la vez, mientras ella los acariciaba de uno en uno y les dedicaba palabras cariñosas olvidándose por completo de mí.
La luna ya brillaba sobre las olas, y con los reflejos plateados el lomo de los gatos resplandecía siniestramente.
Me quedé medio atontado durante un buen rato, observando tal curiosa escena y tratando de retener cualquier detalle en mi memoria para poder dibujarlo luego, hasta que los gatos comenzaron a marcharse uno por uno. En un minuto la playa se quedó en silencio de nuevo, ocupada tan sólo por la sonrisa triste de la muchacha y por mis ojos abiertos como platos. Y ella se levantó, se alisó las arrugas de su vestido, se volvió para decirme adiós con la mirada y suspiró una última vez antes de alejarse tras las palmeras.

No volví a seguirle desde aquella noche. Supuse que nunca llegaría a comprender el misterio de la muchacha triste y sus gatos, así que me limité a dibujarla mientras la veía pasar a mi lado cada tarde. Nunca le dirigí una palabra, aunque ahora que ella era consciente de mi existencia siempre me sonreía de una forma cómplice al verme sentado en el porche.

Una mañana de verano un rumor se extendió por Ojos Grises. En cada pequeño comercio, en cada quiosco de helados no se hablaba de otra cosa: la hija del farero había muerto.
Cuando el lechero llegó a mi cabaña y me dio la noticia no tuve la menor duda: la chica de la que todos hablaban era mi misteriosa muchacha de los gatos. Tenía que ser ella; algo dentro de mí lo sabía. Y esa misma tarde se confirmaron mis sospechas. Lucía, la chica de dieciocho años hija del farero del pueblo, había aparecido muerta sobre las rocas a las ocho de la mañana del lunes. Se había suicidado, tal y como mostraban los cortes en sus muñecas. Su padre había muerto el año anterior dejando a la chica huérfana, lo que indujo a pensar a todo el mundo que esa era la causa de su depresión.

Todo el mundo en el pueblo lloró su pérdida. En su entierro no faltó nadie, desde la mujer más cotilla de Ojos Grises hasta aquel que no había visto a Lucía en su vida. Pero cuando llegó la hora de dedicarle unas palabras a la difunta, no se dijo una sola palabra sobre ella. Nadie llegó a charlar con Lucía jamás, y tan sólo sabían que era una chica tristona y callada que deambulaba por ahí como alma en pena. Yo no dije nada acerca de sus extraños paseos nocturnos porque pensé que ese era el único secreto que compartía con mi bella amiga, el único nexo de unión que tenía con ella.

Esa misma noche, como ya dije, empezó la pesadilla.
A las doce en punto de la madrugada el silencio habitual de Ojos Grises se rompió de pronto. Hasta los grillos se callaron, asustados; las olas del mar se ahogaron en el paseo marítimo. Un coro de lamentos felinos inundó la calma de los callejones desiertos que rodean la plaza Mayor, y una hilera de gatos sollozantes (cuarenta, quizá cincuenta gatos) empezó a pasearse por las aceras y los jardines. Iban formando una tétrica procesión en la que desde el primero al último animal se movía en línea recta y al mismo ritmo y velocidad, uno detrás de otro. La luna se escondía tras las nubes, y cada vez que su resplandor se asomaba por entre las ramas de los árboles los ojos brillantes de los gatos resplandecían por entre las sombras de los coches. Paseaban sin vacilar por cada calle, junto a cada casa, chillando sin parar como si un cuchillo invisible les estuviese destrozando las entrañas y uniendo sus cánticos en un lúgubre cánon que calaba la piel y los huesos de aquél que osaba a cruzarse con ellos.

La procesión llegó hasta la playa, justo donde vi a Lucía reunirse con sus gatos aquella otra noche mágica en que les seguí, y los felinos se sentaron formando un círculo perfecto y sin dejar de maullar. Permanecieron allí durante horas, hasta el amanecer, ante la mirada atónita y asustada del resto de los pueblerinos que, alarmados ante tal suceso, se revolvían inquietos y sin saber cómo reaccionar por calles y plazas. Cuando el sol alumbró el pueblo con su aliento cálido y reconfortante, los gatos se fueron dispersando hasta desaparecer uno por uno. Ninguna persona logró dar con éllos durante el día, como si tan sólo fuesen felinas sombras nocturnas que desaparecen con los rayos de sol.

Hace ya semanas de aquello. Los gatos han seguido saliendo a pasear cada noche, y sopongo que seguirán con su extraño ritual durante mucho tiempo. La gente ha empezado a dejar de preguntarse el por qué de tal comportamiento animal, y simplemente se están acostumbrando a escuchar sus maullidos y sollozos cada medianoche. No relacionan los lamentos gatunos con la hija del farero, así que están perdiendo el miedo y lo achacan todo a la influencia de las mareas y la luna sobre el comportamiento animal. Ya se les pasará la rabieta en otoño, dicen.

Pero yo sé que hay algo más que influencias lunares en todo este asunto. Estoy convencido, incluso, de que frente a nuestras narices suceden cosas de las que jamás hallaremos respuesta científica por mucho que nos empeñemos.
Y lo digo porque ayer por la tarde, cuando salí al porche a terminar mi retrato de Lucía aprovechando la hermosa luz de atarceder, observé alarmado que mi dibujo se burlaba de mí. Allí, junto a la bellísima chica de ojos tristes que camina por la orilla, un gato negro azabache que yo jamás había dibujado se paseaba sobre el lienzo ondeando su cola alegremente, riéndose del sol que resbalaba por su lomo y confundiéndose su mirada profunda con el azul de las olas.

------------------------------------------------------------------------- La Rizos, Mayo 2004


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16 febrero 2007

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Para unirme al carro de las más nuevas tecnologías y actualizar mi blog lo máximo posible, he añadido Una de Rizos... a FeedBlitz. Así, si queréis mayor comodidad todavía a la hora de saber si mi blog tiene nuevos posts o no, podéis recibir un mail informativo cada vez que yo actualice. ¿Cómo? Suscribiéndoos ahí abajo, en la columna de la derecha. Recibiréis un correo para daros de alta en los Feeds y listo.

De esta forma no tendréis que entrar en mi blog para ver las novedades, sino que os llegará un mail donde podréis leer un adelanto de mis nuevos posts y desde el cual podréis entrar pinchando un link directo. Sé que tengo pocos lectores, y por eso intentaré cuidarlos al máximo facilitándoles las cosas todo lo que pueda XD

Besotesss ^_^

13 febrero 2007

Manifiesto del mal blogger

¡Bloggers del mundo, únanse a este manifesto!
¿Están hartos de que les recuerden lo mal que llevamos nuestro blog?¿Están hartos de los viejos consejos de siempre? (escribe regularmente, ten una temática definida, haz entradas concisas, etc…)

Porque teniendo en cuenta que:
I.Nunca vamos a conseguir miles y miles de visitas ni, muchísimo menos, vivir de nuestro blog, ni conseguir el Pulitzer…
II. No creemos que la calidad de un blog venga marcada por su número de visitas ni por la cantidad de páginas que lo enlacen.
III. Sabemos y aceptamos que el 80% de nuestras visitas procederán de los buscadores, y estamos felices con ello. (O como mínimo, nos conformamos)

Y, sobre todo:
IV. No escribimos para satisfacer al lector, sino para satisfacer nuestras ansias de escribir y comunicar. Si sólo a diez personas les gusta nuestro blog, estaremos tan felices como si les gusta a mil.

Manifestamos que:
V. El miedo a que un post no guste provoca una retorcida forma de autocensura. Una autocensura que coarta nuestra libertad artística y comunicativa. Nosotros no somos medios de comunicación forzados a vigilar nuestra popularidad. Tenemos el privilegio de no tener miedo al mercado ni a las críticas… ni al olvido. ¡No lo tengamos!
VI. Es posible que seamos felices si uno de nuestros posts se hace popular y se difunde por la blogósfera. Pero nos comprometemos a no buscarlo, ni escribiendo lo que consideráremos más popular, ni de ninguna otra forma.
VII. Somos personas complejas, no maquinas especializadas. Por ello, escribiremos aquello que nos parezca interesante compartir, sin importar su temática ni su idoneidad.

Y, en resumidas cuentas:
VIII. Este es mi blog.
IX. Yo me lo guiso y yo me lo como.
X. Si a alguien no le gusta, que no lo lea.

¡Si eres un blogger auténtico haz de este manifiesto algo tuyo!

a. Si no te gusta parte del texto o te apetece añadir algo, cámbialo sin complejos.
b. No cites de donde has sacado este manifiesto. (A menos que sea de mi blog... esto es aportación personal xD)
c. No digas quien ha escrito este manifiesto.
d. Ni se te ocurra poner un link a este post que estás leyendo, a no ser que sea para criticarlo o para anunciarlo sin hacerlo tuyo.
e.Es posible que estés leyendo este manifiesto en un blog y no sepas si lo ha escrito el dueño o no del blog. ¿Acaso importa?

Porque todo blogger tiene derecho a ser mal blogger, y estar orgulloso de ello.


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Por cierto, aprovecho este tono de denuncia para informar al mundo entero de que aún existen muchísimas injusticias y trabajadores que promueven el machismo en el Corte Inglés.
Lo digo porque la otra tarde paseaba yo con mi amigo J. por el piso inferior, el de las colonias y los cosméticos, y nos abordó un caballero ataviado con el típico traje de chaqueta de dependiente. Bueno, no nos abordó. El buen señor pasó de mí literalmente como si yo fuese invisible, y se plantó delante de mi amigo con su mejor sonrisa Profident para decirle de corrido: "Buenas tardes, caballero, ¿tienen ustedes nuestra tarjeta del Corte Inglés? Con ella podrán disfrutar de todas nuestras ventajas y descuentos y podrá hacerle un gran bien a su economía familiar" ...

El pobre J. se quedó de piedra, pero yo reaccioné fugaz cual gacela que huye y, frunciendo el ceño, le dije al tío trajeado "no, gracias" y tiré del brazo de mi amigo para alejarnos de allí lo antes posible. Estaba tremendamente indignada, cabreada y repleta de furia. ¿Acaso yo no puedo poseer su tarjeta? ¿Es que no tengo pinta de trabajar y ganar dinero sólo por tener tetas? O, ya proponiéndome a ampliar el campo de sus insinuaciones, ¿es que J. y yo parecemos una típica familia feliz en la que él es el que tiene pinta de traer el dinero a casa, y yo de preparar la comida con delantal y rulos?

Desde luego no pienso solicitar su maldita tarjeta y, si alguna vez lo hiciese, me dirigiría yo sola expresamente a ese dependiente para decirle que no me dé una tarjeta, que me dé dos o tres... una para cada cuenta multimillonaria suiza de las que soy única titular.


11 febrero 2007

San Valentín vs la Rizos

Se acerca el día. El aire ya me huele a azufre y las calles están repletas de carteles estúpidos y escaparates inundados de corazones y bombones. Es algo inevitable y además sucede cada 14 de Febrero pero, me temo, jamás conseguiré acostumbrarme.
San Valentín es defendido por millones de parejas pastelosas y cursis que se regalan cosas este día "porque sí, porque es romántico". Otra gente lo defiende incluso estando soltero/a, que es todavía más imperdonable por eso de que dicen que el amor te atonta y no te deja pensar con claridad. Pero joder, ¿estando solo también te llenas la cabeza de corazoncitos? Así va el país, ciertamente.
Por cierto, y antes de que los felizmente casados o ennoviados me salten al cuello... Yo también he tenido pareja aunque ahora esté soltera, y nunca me ha gustado este día. Considero mucho más romántico regalar el mismo ramo de flores cualquier otro día, simplemente por el placer de regalar, y no porque toque.

Desde este blog hago público mi manifiesto Anti-San valentín. Si, como yo, no soportas este fatídico día... déjanos tu historia o tus razones anti-pasteladas en los comentarios, para intentar hacer entrar en razón a aquellos que siguen abducidos por Cupido. Entre todos quizá lo consigamos xD