06 febrero 2009

Cuando la noche languidece...

Cuando me mudé a Barcelona empecé a compartir piso muy cerca de la Sagrada Familia.
Cada noche, volviendo a casa del curro, tenía que recorrer el intercambio de líneas entre el metro lila y el azul, y justo en medio del pasillo por el que suben las escaleras mecánicas siempre había un negro tocando la trompeta.
Tocaba la misma melodía una y otra vez, aunque las primeras noches que me cruzaba con sus ojos enormes y sus zapatos de baile me costaba reconocer de qué canción se trataba. Supongo que ni él mismo conocía la música que interpretaba, puesto que las notas desfilaban todas juntas sin ritmos ni tiempos entre ellas. A veces alargaba una nota, a veces casi se las comía, por lo que deduje que se había aprendido la partitura de memoria sin tener ni idea de solfeo.

Una noche en la que llegaba yo más cansada de lo normal, me detuve un minuto a leer un cartel del andén que me llamó la atención. Y allí estaba el negro de la trompeta, inundando la estación con su incansable melodía habitual y sus brillantes ojos sonriendo bajo el ala del sombrero.
Me caía bien, ya que a pesar de no ser un músico brillante (o precisamente por eso, quién sabe) me parecía entrañable por alguna extraña razón. Me gustaba su forma de vestir, siempre con gabardina y sombrero, siempre galán. Sus zapatos impecables, brillantes, y sobre la funda de su trompeta descansaba cada ocaso un pañuelo de seda rojo con algunas letras bordadas a mano que nunca llegué a distinguir.

Pues bien, aquella noche en la que yo dedidí pararme unos minutos y descansar junto al cartel, observándole, un chico cargado con una mochila se detuvo también a su lado y sonrió. Era como si él sí que hubiese reconocido la canción que tocaba el trompetista, y parecía feliz de escucharla.
Dejó entonces la mochila en el suelo, junto al pañuelo de seda rojo, la abrió y sacó la funda de un clarinete.
El negro dejó de tocar (todos se giraron para mirar qué sudecía, ya que no estaban acostumbrados al silencio en aquella estación) y empezó a intercambiar palabras con el muchacho del clarinete mientras el chico le señalaba la partitura y le daba explicaciones con las manos.

Al cabo de dos minutos, con los ojos muy abiertos y sonrisa tímida, mi amigo el trompetista se sentó en un escalón mientras el chaval del clarinete se acercaba al micrófono de pie y empezaba a tocar. Pasaba del resto del mundo, pero de vez en cuando miraba de reojo al negro para cerciorarse de que estaba atento, de que comprendía.
Y vaya si estaba atento... Creo que no he visto una mirada tan enorme como aquella.

Se despidieron cinco minutos después, con un apretón de manos y un movimiento de sombrero. El chico, que no debía tener más de veinte años, siguió su camino escaleras arriba y el trompetista volvió a situarse en mitad del pasillo. Me miró, consciente de que había sido testigo de aquel mágico momento, y me guiñó un ojo justo antes de seguir tocando... aunque ahora su canción sonaba algo diferente.


Y así fue como por fin descubrí cuál era la canción que había estado escuchando noche tras noche a la vuelta del trabajo: Moliendo Café.












A veces el arte aparece en los lugares más insospechados...

9 comentarios:

  1. Precioso, me has puesto la carne de gallina, qué pena no haber estado allí

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  2. una pena de amor y una tristeza
    lleva el sambo manuel en su amargura
    y pasa las noches en vela moliendo cafe

    No esta de mas escuchar un poquito, y nunca es tarde para aprender

    Besoooos

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  3. Si no existiesen los sintecho/bohemios/gentequepideengeneral te quedabas sin temas para escribir, ¿eh?

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  4. Bueno, teniendo en cuenta que desgraciadamente siempre existirán los pedigüeños, mi blog nunca morirá. En cambio tú deberías tener cuidado, porque igual un día dejan de emitir Lost o Wrestling por la tele :P

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  5. Prefiero no pensar en esa posibilidad, que me entran sudores fríos.

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  6. La de cosas que nos perdemos por pasar de largo, ¿verdad? Aunque tampoco se puede estar en todo...

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  7. El arte es justamente esto, pero la gente no lo sabe.

    Y sí, vamos tan deprisa de un sitio a otro que nos perdemos el paisaje. Incluso cuando ni sabemos dónde narices vamos, que suele ser la mayoría de las veces.

    Además, lo has escrito de una manera que, efectivamente, como ya te han dicho, emociona.

    Un fuerte abrazo.

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  8. que bonito..
    yo estoy convencidísima de que el arte SIEMPRE está donde menos nos lo esperamos.

    Besos guapa!

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  9. siempre me veo a gente tocando música en la calle se me pone la carne de gallina, sonrío, pero sigo mi camino por las típicas prisas de ésta época...

    la próxima vez me pararé un rato a mirar ;)

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