Cada día que paso en Barcelona ( y ya va un mes) me convenzo más de que he llegado a otro mundo, que los hilos que cosen la realidad en este lugar están hechos de otro material diferente al de mi tierra. Y no hay día que transcurra que no me sorprenda por algo, que no abra desmesuradamente los ojos ante lo inusitado.
Ayer por la tarde mis colegas del cíber desde donde tecleo me propusieron ir al cine. Me pareció una gran idea, ya que además la peli propuesta (La brújula dorada) se me aparecía como una gran elección, así que tras perdernos Jordi (alias Horus) y yo buscando el maldito Superpuente y acabar cruzando el Minipuente, (además de observar por el rabillo del ojo a unas extrañas mujeres disfrazadas de veteasaberqué deambulando por las calles de San Andreu) llegamos a la Maquinista sanos y salvos.
La película estuvo bastante chula, aunque algunos que no mencionaré se descojonaron al verme saltar en mi asiento por culpa del horrendo y desagradable mono... pero sin duda lo mejor del flín, como diría
Albret, fue el anuncio de Freixenet del principio.
En fin, que tras pasar una tarde agradable y echar unas risas, Jordi y yo retomamos el camino de vuelta al metro algo preocupados. ¿Encontraríamos el Superpuente esta vez, o bien tendríamos que regresar a casa por el Minipuente Maldito, agravándose la situación además por la oscuridad del ocaso?
Por supuesto sucedió lo segundo. El Superpuente no aparecía por ninguna parte y todos los caminos que tomábamos nos acercaban más y más al Minipuente... y por él, apesadumbrados y con algo de miedo, sobrevolamos las desiertas vías del tren y nos encaminamos al metro.
Tras torcer la primera esquina supimos que algo iba mal. Un centenar (qué centenar... miles, milllones) de camiones de basura recorrían las calles sin detenerse casi como una procesión...
"Qué pueblo más raro", pensé yo, continuando mi camino tras los pasos veloces de mi compañero.
Cien metros más allá de pronto las farolas dejaron de funcionar todas a la vez, inundando la calle de sombras y reflejos de luna. Los camiones de basura parecían ahora camiones fantasma, como esos que salen en las pelis conducidos por calavéricos rostros malditos...
-Joder, ¿qué coño está pasando aquí?- exclamó Jordi- No veo una mierda...
Yo estaba casi convencida, gracias a mi magnífica orientación, de dónde estaba la parada de metro, así que guié a mi colega hasta la calle principal.
Y entonces los vimos. Filas y filas de personas quietas, en completo silencio, de pie sobre las aceras formando hileras extrañas y mirando al cielo.
"Ya está",- pensé yo- "
nos hemos metido en medio de una celebración sectaria..."
Fue en ese mismo instante cuando de unos altavoces colocados en los árboles comenzaron a sonar los primeros acordes de música clásica, uno de esos temas tristes y tenebrosos que se suelen elegir para los sacrificios humanos rituales de las películas.
Jordi y yo caminábamos dando tumbos por mitad de la carretera, ya que no veíamos un pimiento y además no nos apetecía nada mezclarnos con las masas poseídas por el demonio que inundaban las aceras, así que cuando sonó el primer PUUUUUUUUM justo sobre nuestras cabezas casi se nos sale el corazón del pecho.
Fuegos artificiales. Los vecinos de San Andreu estaban tirando petardos y fuegos artificiales quizá para finalizar las fiestas del pueblo, y Jordi y yo nos habíamos metido en el centro del huracán, sin saberlo.
Corrimos como pudimos tapándonos los oídos hasta el metro, donde nos derrumbamos sobre el banco aún descojonándonos y maldiciendo a la vez.
Qué mala es la ignorancia y el catetismo, pensé yo minutos más tarde, cuando me alejaba en el vagón que me llevaría al caos que se estaba sucediendo en mi piso compartido.
Pero esa es otra historia y será contada en otra ocasión.