18 octubre 2009

Marmolina.

Yo siempre escuchaba a mi profesora de manualidades atentamente, mientras ella nos contaba mil historias de fantasmas para amenizar esos ratos en los que nosotras, sus cuatro aprendizas de once años, dábamos pinceladas de turquesa y magenta sobre la delicada marmolina.

Tenía una casa verdaderamente grande. Para llegar hasta la terraza, que era donde teníamos las pinturas y pinceles y aquella mesa enorme que olía a bosque viejo que tanto me gustaba, había que recorrer un pasillo estrecho y sinuoso desde el que se podían adivinar bastantes habitaciones, todas en sempiterna penumbra y silencio. Sandra, la profesora, solía decirnos que le gustaba la tranquilidad y que por eso no quería abandonar aquella casa familiar perdida en mitad de la nada: la ciudad no estaba hecha para los artistas, o al menos para los bohemios como ella.
Yo pasaba mi mirada por cada estantería repleta de libros, polvo, jarrones rotos decorados a mano y fotografías en blanco y negro, y pensaba que quizá un poquito de ciudad no le iría mal a aquel lugar que casi parecía tender al derrumbe.
Justo antes de llegar a la terraza, en el salón, un butacón orejero gigante presidía la esquina más oscura. Allí era donde la mamá de Sandra, (nunca me la presentó pero supuse que sería su madre, por la edad y el parecido físico) una anciana seria y a menudo ausente, solía sentarse a dormir la siesta o ver la tele. Jamás conseguí sacarle una sonrisa a pesar de saludarla a diario con educación, así que después de unos meses yendo a clases opté por ignorar su presencia tal y como hacía la anciana con nosotras las niñas.

Pues bien, como os comentaba, a Sandra le encantaba contarnos historias de terror mientras trabajábamos. Creo que es la mujer más imaginativa y divertida que he conocido, y sabía como hacer que nos temblasen las rodillas en sólo diez minutos. Aseguraba que cada una de las vivencias relatadas eran reales: que ella misma había escuchado aquellas voces en caserones deshabitados y contemplado esas sombras amenzantes bajando escaleras. En más de una ocasión me puse tan nerviosa que no conseguí dominar al pincel y acabé por salpicarlo todo de pintura... con su reprimenda correspondiente, eso sí, entre risas.

Aún recuerdo aquella mañana como si fuese ayer. Yo cumplía doce años y para celebrarlo me llevé a casa de mi profesora una tarta de chocolate y batidos, consciente de que tanto Sandra como mis compañeras eran unas golosas sin remedio.
Limpiamos de trastos y pinceles la mesa de la terraza, colocamos un mantel de colores y vasos de plástico y nos sentamos formando un círculo para dar buena cuenta de los manjares festivos. Justo antes de cortar el primer pedazo, Sandra se giró hacia el salón y gritó:
-¡Mamá! ¿Quieres tarta de cumpleaños de Bea?

Como era de esperar, no obtuvo respuesta alguna. La vieja continuó con la mirada fija en la tele, sentada en su butacón de la esquina. Mis compañeras me miraron entonces muy serias, quizá pensando lo mismo que yo: la pobre anciana estaba senil o simplemente pasaba del resto del mundo... incluida su hija.
Pero aquello no pareció inmutar a Sandra, que cortó la tarta en pedazos bastante generosos y nos fue sirviendo una por una con su mejor sonrisa en los labios. Comimos hasta hartarnos charlando sobre no se qué casa encantada de la playa, hasta que me armé de valor y, dejando la cucharilla de plástico sobre el plato, comenté con voz temblorona:

-Oye, Sandra... ¿qué le pasa a tu mamá? ¿Está bien? A mi abuelo le han comprado un sonotone que es realmente bueno, y quizá no tendría que poner la tele tan alta si...

No pude terminar la frase. Sandra se levantó de un salto con los ojos muy abiertos, desorbitados, y dando una palmada seca sobre la mesa se volvió hacia mis compañeras y gritó, sosteniendo el cuchillo en el aire de una forma un tanto violenta:

-¡¡¡LO VEIS!!! ¡¡NO ESTOY LOCA!! Decídselo a vuestras madres, ¡no estoy loca!

Las niñas casi se atragantan ante tal griterío y, asustadas, se levantaron y casi atropelladamente salieron de allí sin despedirse como alma que lleva el diablo. Yo me quedé estupefacta, sin saber cómo reaccionar. Opté por levantarme también, azorada y sin comprender qué pasaba ahí, y me despedí de Sandra con la mano sin ni siquiera poder articular palabra. Salí de la terraza caminando hacia el pasillo confundida, y cuando estaba a punto de torcer la esquina me topé de frente con la anciana en su butaca. Tenía la mirada encendida, clavada en mí, y me asustó el verla tan... despierta y seria. Como si de pronto tuviese algo que decirme. Como si me advirtiese de algo malo.

Solté un alarido y eché a correr. Ya era demasiado para una niña asustada... Tardé menos de un minuto en alcanzar la puerta y salir de aquella maldita casa. No podía quitarme de la cabeza la imagen de mi profesora enloquecida, chillando frases sin sentido sin venir a cuento. También me sentía mal porque presentía que ese ataque de demencia fue provocado por algo que dije yo, y no lograba entender el qué ni por qué.
Y la vieja, con esa mirada enfadada y profunda después de meses de ausencia y pasotismo. Pensaba en todo a la vez mientras cruzaba la calle y llegaba a la parada del autobús para volver a casa, cuando me topé con mis compañeras de manualidades, que también esperaban allí. Me miraron por un instante con una expresión muy rara que me hizo detenerme en seco.

-¿Pero qué narices os pasa? ¿Qué ha pasado allí dentro?

Tardaron unos minutos en responderme. Una de ellas, la más pizpireta, susurró:

-Bea, ¿en qué estabas pensando? ¿Por qué mencionaste a su madre, sabiendo que Sandra está medio loca? Mi madre me prohibirá volver allí si se entera de que ha tenido un ataque...

De nuevo más confusión. Ya sí que no tenía ni idea de qué estaba ocurriendo, y como debieron verlo en mi mirada perdida, traté de explicarme como mejor pude:

-Pero vamos a ver. ¿Por qué no puedo nombrar a la vieja? Es normal que los ancianos no escuchen, sólo me preocupaba por ella y por Sandra, que la pobre tiene que llevar fatal el estado de su mamá...

-Su mamá murió hace dos años, Bea. Mis padres fueron a su entierro.






No volví a aquel caserón. Pero aún ahora, dieciséis años más tarde, sigo viendo en mis peores pesadillas aquella última mirada de la madre de Sandra, amenazante... siniestra. Me pregunto si a día de hoy volvería a verla si fuese a visitar a mi profesora con alguna excusa.

La verdad es que prefiero no saberlo.

10 comentarios:

  1. qué difícil es cuando los demás no pueden ver nuestro mundo...

    Besoooos

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  2. ¿¿Y a tu mamá como se le ocurrió apuntarte a esas clases?? Ojú

    Laima Caga Ita

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  3. A mí me pasa eso y en el acto me muero.

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  4. Voy a organizar una, digamos excursión nocturna al cortijo jurado. Cuento contigo.

    ;-)

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  5. tienes puntería, sigue escribiendo..

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  6. Qué grande, Bea :) Sigue, sigue, otra, va...

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  7. Eingel: Es difícil, sip. Aunque tú y yo ya tenemos bastante experiencia, ¿verdad? ;)

    Laima: Qué va. Fui yo la que me empeñé, ya sabes que siempre fui una artista...jijij

    Camaleona: Pues yo ya ves, era sólo escribiéndolo y me ha dado un yuyu... jaja

    Salsero: Pues tendrás que engañarme, porque yo ahí no voy a menos que sea drogada/borracha/raptada/sobornada/engañada...

    Jordim: Pues muchas gracias :) De momento no tengo la intención de dejarlo; me encanta. Un saludo y bienvenido.

    Sil: Jajaja gracias! Voy, voy, aún queda mucho para fin de mes.... ;)

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  8. Jodo... qué chulo. Lástima que tu seño tuviera ese arranque tan frénetico, habría estado bien que hubieras discutido con ella lo que pasaba ahí, aunque tal y como estaba el patio...

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  9. OH MY GOD! Me ha gustao una jartá tu relato.

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  10. Mujer, es que no la supiste entender. Todo artista tiene que tener algo de genio... :-P

    Pues yo me se una historia parecida, pero de verdad. No que viese muertos, pero sí de una que compartía piso con una chica que estaba mal, y una noche se la encontró con un cuchillo en medio del pasillo :-S

    .......

    P.D: Muy bueno ;-)

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