Siempre éramos cinco: la dulce Isa, el soñador Anselmo, el hilarante Jesús, el valiente Ricardo y yo, la que estaba como una cabra. Nos criamos juntos en un colegio de esos estrictos donde te obligaban a ponerte un uniforme horroroso aunque hiciese cuarenta grados a la sombra, y lo cierto es que jamás le dimos mucha importancia a nada de eso. Nos gustaba más centrarnos en buscar aventuras por los rincones, vivir mil y una historias divertidas y jugar por los pasillos de aquel enorme y frío colegio religioso donde pasamos trece años de nuestra vida.
Por eso, cuando las monjas nos reunían a todos en clase y nos soltaban: "pasado mañana nos vamos de excursión", mis amigos y yo dábamos un salto de alegría y nos frotábamos las manos ufanos, triunfantes... casi oliendo ya las travesuras que estaban por llegar.
Guardo en la memoria bastantes buenos momentos y excursiones de aquella época: al campo, al zoo, a Córdoba, a Sevilla, a Granada, a Santander, al Torcal de Antequera. Pero sin duda de la que guardo mejores recuerdos es de la excursión a Madrid... quizá porque fue la última antes de acabar COU y separarnos.
Teníamos diecisiete años y nuestros gustos aventureros habían evolucionado bastante: ya no disfrutábamos tanto corriendo y revolcándonos en el fango por un campo de trigo, (como en Alfarnate, ¿recordais?) sino que preferíamos perdernos por callejones extraños y descubrir el encanto de cada rincón desconocido. Oler nuevas brisas, conocer gente, encontrar tesoros. Pero siempre juntos.
Y así llegamos a la Puerta del Sol aquella noche, extenuados de todo un día pateándonos la ciudad y con el estómago rugiendo con furia.
-"Entramos en cualquier bar, ¿vale? ¡Que me muero de hambre!", imploró Isa, agarrándose al brazo de Anselmo para no sentirse tan pequeñita en aquella ciudad enorme.
Jesús y yo, burlones, caminábamos dando tumbos comentando alguna broma que nos hacía reir a carcajadas, y entonces fue cuando Ricardo por fin dio con nuestro objetivo señalándolo como perro cazador: un restaurante francés.
Ni que decir tiene que ninguno de nosotros hablaba francés ni sabía mucho del país, (como mucho chapurreábamos inglés, y a duras penas) pero supusimos que la comida gabacha no debía ser muy diferente a la que conocíamos y además, que narices, somos gente con glamour y estamos acostumbrados a movernos por cualquier ambiente por sofisticado que sea.
Y allí que nos vimos los cinco sentándonos en una sala decorada con un gusto exquisito, con manteles de seda, cubertería brillante y delicada y orquídeas decorando el centro de cada mesa. Debía ser una estampa curiosa para los estirados camareros que, extrañados y con cara de malas pulgas, observaban con cierto desdén nuestras mochilas sucias y nuestras caras de despiste. Jesús además lucía su querida y desgastada camiseta con el dibujo del águila que le acompañó durante casi los seis últimos años de colegio, que digo yo que debía ser como esos guantes que se estiran y estiran y siempre te quedan bien aunque te crezca la mano...
Nos trajeron la carta. Isa y yo, repipiadas, la cogimos usando sólo dos dedos tratando de imitar a las pijas de las pelis. Jesús y Ricardo la desparramaron encima de la mesa, (espachurrando las orquídeas) y Anselmo seguía con los ojos como platos y sonrisa de tonto, fascinado por esta nueva vida de alta alcurnia que acabábamos de descubrir y en la que muy pronto nos moveríamos como pez en el agua.
Tardé poco en darme cuenta de que la carta estaba en francés. Yo seré muchas cosas, pero cuando tengo hambre paso de nimiedades e historias y lo único que busco es un buen filete con papas... así que me giré con delicadeza y le pedí al camarero que me trajese una carta en castellano, por favor.
Todos los demás menos Jesús hicieron lo mismo. Pero mi amigo el del águila nos soltó, muy serio y adoptando esa pose cabezota y sin sentido que tanto nos hace reir:
-"Pues yo me niego. Estamos en un pedacito de Francia, y pienso adaptarme al medio porque así es como se disfrutan las cosas, así que quiero mi carta en franchute."
Nadie dijo nada... pa qué.
Estuvimos un buen rato discutiendo acerca de lo que íbamos a pedir, ya que el más barato de los platos importantes suponía el doble de nuestro presupuesto... así que decidimos optar por irnos a la parte internacional del menú: bocadillos. Además, tal y como nos dijo Anselmo, en Madrid hacen unos bocatas de calamares exquisitos, y el hecho de estar en un restaurante exótico no debería suponer un problema para degustar exquisiteces ibéricas además de las francesas...
Llegó nuestro amigo el camarero.
"-¿Qué van a tomar?"
Bocata de jamón para Isa y para Ricardo. Bocata de lomo para mí. Bocata de queso para Anselmo. El camarero volvió a asesinarnos uno a uno con la mirada quizá a punto de sugerirnos un McDonalds que estaba torciendo la esquina, hasta que Jesús alzó la cabeza muy dignamente y le espetó, señalando su carta en francés:
-Pues yo quiero un petipeich de boquerones.
Ostras. ¿Un qué? Pregunté yo, sin dar crédito a lo que decía mi colega.
-"Pues sí, un petipeich de esos, qué pasa", me contestó él, sin perder un ápice de su dignidad.
El camarero ya no sabía si reir o llorar:
"-Disculpe, caballero, ¿podría señalarme ese plato en la carta para saber a qué se refiere?"
Anselmo y yo nos empezamos a descojonar irremediablemente. Isa quería morir. Ricardo ya estaba enterrado.
Jesús que le muestra la carta al garçon, pasando olímpicamente de nosotros... y el camarero suspiró, armándose de paciencia:
"-Caballero, ese plato no se sirve con boquerones. ¿Prefiere usted que le sugiera algún plato de carne, o desea pescado?"
De nuevo carcajadas por mi rincón y bochorno por el de Isa.
Jesús vaciló un segundo y, cerrando su carta, concluyó con una sonrisa:
"-De acuerdo, entonces tráigame un plato de boquerones sin pan ni nada. Ahí a palo seco."
Casi nos da algo, en serio... salimos de aquel restaurante agarrándonos la barriga y medio llorando; creo que no me he reido tanto en la vida. ¡La de veces que hemos rememorado aquella noche cuando ahora quedamos para tomar algo!
Dentro de una semana viajaré a Madrid a visitarles. Les echo de menos y, aunque nuestras vidas hayan cambiado mucho y nos veamos muy de vez en cuando, estoy orgullosa de seguir conservando la amistad y de no haberles perdido la pista.
Igual les sugiero ir a buscar aquel restaurante y rememorar viejos tiempos... porque puede que sigamos sin tener ni idea de francés, pero hay cosas que no cambian nunca y la mejor de ellas, la risa, siempre estará presente en nuestras reuniones eventuales.